CAÍDA LIBRE
Quise gritar. Estaba paralizada. Empecé a temblar violentamente y él tuvo que sujetarme y hacerme sentar en la cama.
-Sé lo que sientes. Yo… Lo siento.
Por primera vez tuvo un gesto de cariño. Me atrajo hacia sí, haciendo que apoyase la cabeza en su hombro y me acarició el pelo. Me derrumbé cuando lo hizo y rompí a llorar.
-¿Tendré que matar gente? ¿Convertirme en una asesina?
-Sí, matarás. No, no serás ninguna asesina. Nuestra misión es separar las almas de los cuerpos que ya no pueden mantenerlas.
-No quiero tener que matar a nadie. No seré capaz.
-Tendrás que hacerlo.-Contestó, resignado.
Miré mis manos, pequeñas y pálidas. Tan inocentes… ¿Iba a ser capaz realmente de matar con ellas? Podía jugar con las palabras todo lo que quisiera, matar era asesinar. ¿Iba a ser capaz de arrebatarle a otros todo lo que me habían arrebatado a mí? ¡Ni siquiera había asimilado que mi vida acababa de terminar! Sollocé con más fuerza. Me sentía tan pequeña… Sólo quería que mis padres me despertasen, que me abrazasen y que me dijesen que había sido un mal sueño.
-Es culpa mía.-Se lamentó el chico.-Tenía que haberte conducido al otro lado, pero tu alma era escurridiza. Y eras demasiado fuerte… No era tu tiempo. Tenías que haber muerto mucho más adelante. Ese idiota que te atropelló…
-¿Cuánto?-Le interrumpí con voz rota por el llanto.
-¿Cuánto qué?
-¿Cuántos años tenía que haber vivido?
Alzó las cejas sorprendido. Luego frunció el ceño, pensativo.
-Te quedaban unos cuarenta años. No era una vida demasiado larga, pero bastante más que la que has tenido…
-¿Iba a tener hijos?
Él soltó una carcajada.
-¡Perdona! No quiero ofenderte pero… No veo el futuro, Clara.
-Mejor.-Mascullé limpiándome las lágrimas con la manga de la camisa.
No quería saber que hubiesen sido dos niñas y un niño que ya nunca existirían. Mi mirada se fijó en el espejo que había en el tocador, frente a la cama. Estaba llorando, y las lágrimas surcaban mis mejillas, pero no tenía los ojos enrojecidos ni hinchados. Lloraba como las actrices de las películas: Lágrimas elegantes surcaban mi cara que no sufría ningún antiestético efecto negativo. Ni siquiera me moqueaba la nariz.
Él sacó un pañuelo de tela de alguna parte y me limpió las lágrimas delicadamente.
-No todo es malo. Hay pequeñas cosas que no están mal del todo.
-¿Cómo que mi cara no se transforme en la de un sapo al llorar?
-No te dolerá nada. No tenemos que abrigarnos, ni pasamos calor. No tenemos hambre, no necesitamos dormir…
-No tengo claro que eso sea bueno. Me encanta dormir.
Empezó a reírse y algo de su risa se me contagió. Le examiné de reojo. Puede que no fuera tan mal tipo cuando se le olvidaba estar amargado o enfadado conmigo.
-No me has dicho tu nombre.
-Me llamo Tarik. Y prometo que no seré tan mala compañía como te temes.
-Empieza por dejar de leerme la mente.-Bufé.
Tarik río. Se levantó y me tendió la mano.
-¿Qué quieres?
-Voy a enseñarte otra de las pequeñas ventajas de nuestra condición.
Dudé, pero luego me encogí de hombros. Estaba muerta, ¿qué más podía pasarme? Le di la mano y no pude evitar sorprenderme de lo suave que era la suya. Tiró de mí para ponerme en pié y luego me sonrió con un brillo travieso en sus ojos negros.
-No tengas miedo y ¡sígueme!
Entonces echó a correr hacia la pared tirando con fuerza de mí. Grité, cubriéndome la cara con el brazo para frenar el golpe. Cerré los ojos y me preparé para el impacto. Sólo que no lo hubo, sólo una extraña sensación de estar flotando… Y luego la velocidad, el viento furioso revolviéndome el pelo.
La risa de Tarik me animó a abrir con cuidado los ojos. El vértigo me encogió el estómago. No había nada bajo nuestros pies, salvo una caída de siete pisos. Nos precipitábamos hacia el suelo. Volví a gritar.
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